martes, 19 de noviembre de 2013

Nuestros queridos Zombies



   Vivimos unos años donde el Zombie se está convirtiendo en el rey indiscutible del género de terror. El avance del culto al zombie  ha sido lento pero imparable, al igual que su comportamiento natural: Una ola de carne putrefacta que lo arrasa todo, hasta convertir lo que muerde en uno más de la legión de cadáveres andantes. Atrás queda el caduco vampiro, que casi huele a Floid en algunas películas, o la momia envuelta en papel reciclado una y otra vez en la misma pirámide. O el hombre lobo, que ya no se llevan los machos con pelo. Y eso que el género de terror ha intentado actualizar sus clásicos para adaptarlos a los nuevos gustos, y tenemos vampiros que brillan, lobos sensibles (en forma de lobo, que la mayoría ya lo eran a la luz del día) e incluso fantasmas y otros horrores que se pasan al bando de la luz para ayudar a los humanos en su lucha contra la Tiniebla.
   Pero ninguno de esos intentos les ha servido para mantenerse en sus respectivos tronos: El zombie llega, muerde, derriba y destroza o arrolla. Nada queda tras el paso del zombie. Salvo mucho merchandising. ¿Y porqué?  Le he dado muchas vueltas a la cabeza buscando una respuesta a este atractivo hacia el cadáver andante y siempre llegaba a las mismas conclusiones: el zombie es atractivo porque no duda, no tiene moral, es como un elemento de la naturaleza, una plaga, una epidemia, algo con lo que no puedes dialogar, que tienes que combatir, que no te deja ser cobarde. El zombie es sí o no, no tiene medias tintas. O sobrevives o te unes a ellos. El zombie vive en tu mismo mundo, no en castillos rumanos o bosques neblinosos. El zombie tiene muchos puntos en común contigo, tantos que incluso puede ser tu abuelo o tu hermana. Todo eso nos hace sentirnos fascinados por el zombie. ¿Si? Pues no. Hay algo más...algo más oscuro que es la verdadera razón del triunfo del hombre-Z.
  Podemos matarlos.
 ¿Sí, y qué? También a vampiros, hombres lobo y otras criaturas de la noche.  Todos son vulnerables, todos perecen bajo la estaca, el exorcismo, el acónito, la bala de plata...
  Pero hay una diferencia... el zombie es ese vecino molesto, es tu ex-jefe, es el tío que te quitó el aparcamiento o el chico de tu colegio que se reía de tus gafas. El zombie es el macarra que no te deja dormir por la noche, el que atruena el barrio con la música chunda-chunda. Es también el político que te roba, el carterista del metro, o  el matón al que nunca podías ganar en una pelea.
  Ahora los puedes matar. Ya no hay ataduras sociales o morales, ya no hay leyes o castigo para el que mata a una de estas personas, porque al convertirse en zombies, han fracasado como humanos, y te ponen en bandeja tu venganza: Puedes matar personas, sin ni siquiera sentir remordimientos éticos.
  Creo que matar zombies es una forma subconciente de elevarnos en la jerarquía social, de demostrarles "a ellos", a los que siempre nos jodieron, que ahora son ellos los que están a tu merced. Que puedes reventarles la cabeza, esa cuna de malas ideas y pensamientos, para que de una vez por todas puedas cobrarte venganza por las humillaciones pasadas. Para que puedas hacerles eso que siempre has soñado en secreto.
  Ahora tu ex-jefe camina hacia tí, vacilante, las ropas desgarradas, mirándote con ojos vacíos. Ya no tienes que tragarte la bilis nunca más, puedes destrozarlo impunemente. Con una barra de hierro, un pistolón o incluso a patada limpia si lo derribas. Y tras él avanza el que te robó aquella novia en el instituto, o el cabronazo que te roba la revista del buzón, o el miserable que es incapaz de dejar de fumar a pesar de que sabe que te molesta...
  Los zombies son el sparring de nuestros fantasmas, la válvula de fantasía a través de la cual liberamos esos instintos ancestrales que nos hablan de lucha, de vida o muerte, de compensación y venganza. Los zombies son nuestros enemigos de toda la vida, pero aislados de un contexto de leyes y códigos morales. 


martes, 12 de noviembre de 2013

No te digo que te vistas pero ahí tienes la ropa (mi opinión sobre FLATTR)





   140 caracteres no sirven para poder explicar lo que me sugiere este nuevo palabro impronunciable, que esconde tras su casi onomatopéyica flatulencia, una peregrina idea: una plataforma de micropagos para creadores de contenido online. Asignas una cantidad, haces click en varios de los elegidos, y ellos recibirán una fracción de esa donación. Así, tan bonito y molón.  Queda chulo darle unos céntimos a ese que escribe cosas que gustan, o lleva el peso del podcast que escuchas. Todo perfecto: paga quien quiere, a quien quiere. O al menos, al que quiere de los que estén apuntados a Flattr. Porque a mí me puede gustar mucho el Podcast “El Hacha Ensangrentada” pero si su creador no ha puesto la mano, pues no puedo donarle. Corrijo: No puedo donarle a través de Flattr, que es la moda. Pero sí que puedo hacerle llegar mis felicitaciones por su trabajo, e incluso ponerme en contacto con él para hacerle llegar pasta si de verdad flipo pepinillos con sus audios. Incluso sin ir más lejos, podría, si paso por su ciudad, quedar con él, conocerlo en persona e invitarlo a comer. Pero claro, una buena pata de cabrito no sirve para que se compre los videojuegos que reseña, los juegos de mesa de los que habla o los billetes de tren para viajar a lugares remotos en busca de la exclusiva.

   ¿Porqué está haciendo furor Flattr? Pues porque antes, cuando ponías un botón “dame pasta” en tu blog, teníamos que justificar el porqué. Nadie lo hacía y quedaba como feo eso de pedir dinero a la gente, aunque fuera sin compromiso. Te perdías en disculpas y explicaciones del tipo: “llevo veinte meses currando en esto, apiádate de mi trabajo y dame tu pasta si te gusta”. Todo ese rollo. Ahora con Flattr no necesitas justificarte: Eres un CREADOR, así, con mayúsculas, y como tal, perteneces a ese Olimpo de elegidos cuya misión en la vida es hacer feliz a los demás. ¿No es justo que te paguen por ello? Ya lo dice la web Flattr: Todos en Internet somos creadores. Olé. Tú eres músico, el otro es escritor, el de más allá, pintamonas. Todos creamos. Pero ahora, además, podemos cobrar por ello.
  Yo sonrío al recordar cuántas veces los románticos de la literatura hemos mencionado los juegos olímpicos de la antigüedad, donde los atletas se batían por una corona de laurel, y la gloria. Cuánto hemos despotricado acerca de los objetivos materiales en toda creación artística. Entendíamos (yo al menos) que la primera necesidad de un autor es un público: alguien a quien dirigir tu mensaje. A veces, ese público es una mujer de recuerdo doloroso, en otras ocasiones, una comunidad especializada que busca información o diversión. Pero ese público que no podemos ver, y que presuponemos que nos lee, es simplemente una excusa para justificar nuestra actividad: quien escribe, lo hace por motivos exclusivamente personales. Lo mismo que el que aporta información o vuelca sus conocimientos en pro de los demás. Obtiene, con su trabajo, la primera de todas las recompensas, el alimento de su ego, su propia autosatisfacción. Ya decía Larra que no escribimos para los demás, sino para nosotros mismos: y lo demostraba argumentando que cuando los demás dejan de interesarnos, dejamos de escribir.  

    ¿Qué tiene todo esto que ver con Flattr?  Pues que a partir de ahora, quiero ser recompensado por lo que aporto: No me digas que no. Si no te importaran esas recompensas, si no quisieras (o te diera igual) que te pagaran, no pondrías el botón de donaciones en tu site. Por lo tanto, quieres ser pagado. Y eso me hace creer que crees que mereces ese dinero. ¿Lo mereces? Me dirás que eso lo deciden las demás personas, con sus aportaciones. Si te pagan, será que lo mereces.  Pero yo tengo miedo. Tengo miedo de ese abandono progresivo del esfuerzo en que nos movemos: tengo miedo de la comodidad del “click” a la hora de premiar, en lugar de escribir una carta de agradecimiento o un comentario en tu página. Es cómodo suscribirse con unos pocos de euros y pagar simultáneamente a todos los que sigues y lees. Incluso es cómodo para la conciencia, porque así no te sientes un “lurker”, un mirón sin escrúpulos que consume sin pagar. Si resulta que llevo años leyendo a Manolito, y ahora me pide dinero…¿no es correcto que se lo dé? “No te digo que te vistas, pero ahí tienes la ropa”.  Y resulta que Manolito no me pide palabras, ni comentarios, ni críticas. Me pide dinero. Y medirá su éxito en euros.

   Dinero tendrás. Pero en lugar de donarlo a través de Flattr, voy a meter mi donación en un sobre: Estimo una media de un euro por persona y sitio, porque no sobra el dinero y nuestros gustos son muy amplios, hay mucho donde repartir. Luego, voy a ir a tu casa, te daré el sobre con el euro (o con algunos céntimos) y te diré, mirándote a la cara: “Me encanta como escribes, te leo todas las noches. Aquí tienes ochenta céntimos, para que con los ochenta que te daré el mes que viene, te tomes un café”.  Si no existiera este invento de Flattr para hacer ese pago sin mirarte a los ojos, posiblemente te sentirías ofendido. Porque, ya que pides dinero por tu creatividad, supongo que también sabrás valorarla: no se puede pedir dinero sin poner un precio. ¿Cuánto vale tu artículo? ¿Cuánto crees que es justo que te dé? Dímelo, para no quedarme corto o pecar de generoso.

  No, no me gusta Flattr. No  me gustan los comentarios que he leído en Twitter, sugiriendo a ciertos blogueros que participen de esta iniciativa (¿porqué ellos? ¿Tener más visitas o actualizar el blog con más frecuencia te hace mejor candidato a que te paguen? ¿No vale lo mismo el blog de alguien que, una vez al año, comparte un juego print and play?). 

  Tampoco me gusta porque ha habido un amigo que ha roto el fuego de la demanda de dinero, pero lo ha hecho de cara, con las explicaciones tradicionales de las que antes hablaba: “necesito dinero”, ha dicho sin tapujos. Y ha habilitado un botón para donar. Con un par, y con bastante vergüenza.   Y quince días después, casualidades de la vida, todos quieren un botón de Flattr, porque yo lo valgo.
   La diferencia entre un botón de donación directo y  Flattr es como jugar a rojas o negras en la ruleta, o elegir un número exacto. En el primer caso (Flattr) tenemos muchas posibilidades de que todos los meses nos caiga algo en la Pedrea. Pero con el botón directo, con el número exacto, las posibilidades se reducen a un puñadito de incondicionales que igual ni existen. Oye, a lo mejor es que no lo merecías tanto… o a lo mejor sólo mereces esos 80 céntimos que te van a tocar cuando alguien fraccione sus donativos en más pedazos que un cristal roto.

   Hace un tiempo se puso de moda el mecenazgo. Un sistema de precompra del que también se pueden comentar sus luces y sus sombras. Ahora estamos asistiendo al nacimiento de otra cosa que, para no seguir llamándole Flattr, que me suena a pedo, lo llamaría “mendigazgo”.